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¿Qué pensaste que iba a pasar?

  • Catalina Belmar
  • 13 oct 2024
  • 5 Min. de lectura

Hacía rato que se me habían tapado los oídos, pero ahora nos acompañaba ese olorcito salado de la costa y los gritos de las gaviotas que todavía no encuentran el puerto. Los niños jugaban con su regalo de Navidad y tú no te despegabas del teléfono. Mamá se había puesto los lentes de sol gigantes que sólo usa cuando conduce.


Escuchamos música, silbamos, aplaudimos, nos volvimos locas cuando la estación de radio cambió. Habíamos entrado a Valparaíso.


La merluza con papas fritas, los juegos de cartas y una casa que nunca será tuya, pero que lo será por una semana. Siempre me gustó el verano. ¿Cuándo dejó de gustarte? ¿Será porque mamá nos obligaba a dejar todo impecable el último día? A mí nunca me molestó.


Nos subimos al auto cuando aún no había sol. Tú sabes que a ella nunca le ha gustado perder el tiempo. Te sentaste de copiloto, eras buena dando indicaciones y yo siempre me olvidaba de avisar las salidas. Pero te quedaste dormida, babeando con el cachete pegado a la ventana, era tu costumbre en los autos. Mamá tomaba café. Me quedé atrás compartiendo una manta con los niños. Contaba los paraderos que se asomaban por el costado: son más de cuarenta cuando tomamos la Ruta 68.

 


Pediste que bajáramos a comer en algún restaurante al lado de la autopista. Se te olvidó que mamá nos preparó pancitos con jamón y queso la noche anterior, que guarda tus galletas favoritas en el bolso y que tomamos todos de la misma botella de jugo. Te amurraste y no quisiste compartir nada con nosotros, ni siquiera el jugo de piña por tantas horas fuera del cooler.


Mamá se enojó contigo, no lo suficiente. No como te lo merecías.


Cuando llegamos a la casa, te encerraste en tu pieza y no quisiste salir hasta la hora de tomar once. Por tu culpa no fuimos a la playa ese día.


Y fue por orgullo o tu forma de ser que no mostraste tu hambre. Pero te conozco. Te acurrucaste en el sillón con mamá y miraron juntas la tele, aún si nunca te interesó la novela, porque era más fácil que pedir perdón.


 

¿Te acuerdas cómo era la playa bajo el sol del mediodía? La humedad y la arena mojada entre tus pies. Los niños ya no se entretenían haciendo castillos, pero aún podíamos enterrar al más chico: se reía hasta que le colgaban los mocos y pedía, por favor, que no lo abandonáramos. Se nos olvidó ponerle bloqueador y volvimos con un primo convertido en jaiba. A ti no te hizo gracia. Sólo tenías ojos para esa revista adolescente que te habían comprado, te preguntabas dónde poner el póster que venía de regalo.


Mamá te hablaba y ojeaba la revista contigo.


Tan cerca de los dieciocho y tan lejos de ser adulta, le parecías una adolescente. No te quería dejar ir. Tú respondías sí y no, ponías los ojos en blanco y le suspirabas como si fuera una tonta. Todo lo que ella hiciera te era molesto.


Le pasaste la revista y te metiste al mar.


Mamá llamó a la única-otra-hija que le quedaba. Me abrazó, me dio besos. Jugamos carioca. El otro niño no quería que lo dejaran de lado. Pausa tras pausa. Recordar las instrucciones, dejarlo ganar las primeras veces. Por primera vez pensé que sería mejor haberme quedado en Santiago. ¿Te hubieses dado cuenta si no viajaba con ustedes?


A mamá ya no le preocupaba que yo no estuviera jugando. Le daba igual. Estaba en la edad del pavo, según ella. Yo fantaseaba con meterme al fondo del mar, tan lejos de las olas. O agarrar mis cosas y devolverme a casa, subir a cualquier auto que me quisiera llevar. Sólo me quedé mirándote.


Y tú nunca nos miraste de vuelta.


 

Volvimos cuando aún había sol, eso que en Chile puede ser entre las seis de la tarde y las diez de la noche. Y algo me dijiste. A veces me duermo pensando qué fue. Aún no lo sé.


Estábamos en tu pieza, la más alejada del living porque eras la mayor. Te grité y tú me gritaste de vuelta. Te molestó que me riera de ti. Me preguntaste si quería que le contaras mi secreto a mamá.


No lo harías. Piénsalo. No serías tan hija de puta.


Fue suficiente mi silencio cuando mamá preguntó si era verdad. ¿Qué pensaste que iba a pasar? Ella ya no me miraba. Me arrodillé a sus pies, como una pobre cristiana que se disculpa por sus malas costumbres. Sólo podía decir mamá. ¿Recuerdas su respuesta? Yo, sí. Una cachetada.


Al día siguiente, guardamos todas nuestras cosas.


Por primera vez nos fuimos sin dejar limpio.


 

Cuando el sol asomó entre los cerros, se rio de los peñascos que devoraba con su brillo. Ahuyentaba la primavera. En el camino a Santiago, la radio ya no sonaba. Nadie se atrevía a interrumpir el silencio. No había diferencia entre nosotros y una misa de domingo. O el entierro de un amigo. O saber que todo había cambiado entre nosotras. Tú me mirabas por el retrovisor y te mordías los labios. En tu puta vida fuiste capaz de pedir perdón. Como si mamá nunca te lo hubiera enseñado. No sé si lo hizo.


Estar muerta. Así no tendría que verte a los ojos y sentir lástima por ti.


Primero dejamos a los niños en su casa. Nuestra tía tenía esa cara de no entender, pero mamá no quiso explicar. Le dijo lo suficiente. Después te cuento, por favor no me preguntes. ¿Sabes si alguna vez se lo contó? Yo sentí que todo el mundo lo sabía.


Y sé que después todos lo supieron.


 

Llegamos.


Mamá fue directo a sacar el computador de nuestra habitación. Ni siquiera las manos se lavó. Esconderlo, lo mismo que esconderme a mí. Esa hija de las malas intenciones, de la edad confusa cuando no se sabe nada.


Le mostraste mis conversaciones, un beso, le dijiste quién era, desde hacía cuánto llevaba metida en esto.


La escuché llorar, yo también lloré con ella.


 

Habías hecho algo increíble en el camino de regreso. No dejabas de reír, de hacer chistes, de preguntarle cosas a mamá. Como si en la distancia que ahora nos separa, te hubieras convertido en otra.


 

Dejar de ser la niña que se esconde entre tu sombra o la adolescente que te odia por sacarla del clóset o la adulta que recién es capaz de contar nuestra historia. Me preguntaba entonces, como ahora, ¿cómo y cuándo me iba a convertir en ti?


Por Catalina Belmar


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Catalina Belmar Muñoz nació el 30 de septiembre de 2002 en Santiago de Chile. Emigró con 19 años a Buenos Aires, Argentina, y desde el 2022 forma parte de la Universidad Nacional de las Artes, como estudiante regular en la carrera de Artes de la Escritura.


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