Impelida indagación
- Tomás Ragga
- 2 mar 2024
- 7 Min. de lectura
Camino a lo largo y ancho de la playa, en algún lugar del mundo, en algún lugar de la carretera universal del mundo instantáneo del ahora, del inmediato, del momento en el que decides emprender rumbo por la vía de la rapidez y la velocidad de un segundo muerto, tras un objetivo, que por delante tenía (tiene) la posibilidad de sí o no (básico).
Recorro las calles de alguna playa del trópico, donde solo se respira humedad, la que recorre todo mi ser, hasta mi sexo está sudoroso, mi entrepierna no quiere más roce entre mis dos muslos que ya emanan un olor especial: no malo, no bueno, sino, especial. Solo espero no ser objeto de deseo a la hora de mencionar que realmente tengo la entrepierna bien jugosa.
Son olas, sí, eso son, al merodear por las calles de la urbe, la que no está ajena a cualquier película de terror por la noche, con alturas demasiado altas para ser descritas, si tan solo describiera lo que esos rascacielos me hicieron sentir, esos olores, esas sombras, esa temperatura y sensación a humedad en el aire que no es mío, sino de otro, ese definitivamente no era mi aire, si tan solo lo hiciera, estaría limitando el profundo terror que sentí, y al definirlo como terror, ya lo estoy haciendo.
Son olas (como decía), que van dejando un aroma frívolo en cada latido, sí, porque las olas también laten como late un corazón y como también deja de hacerlo. En cada intervalo (entre hocico y hocico de alguna de las empresas, microempresas quizás) de calor se va armando un espacio de frio, que le da un ritmo a la dinámica demasiado inestable, demasiado arrítmico, demasiado poco inminente, y así resulta que muy probable al final ya haya estado resfriado. Pero cuando ya es inevitable entrar en el mundillo de ventas subversivas, asaltos a mano armada y delitos varios con violencia inmaculada de inocencia, cuando entro ahí, ya es que estoy sumergido en el aire, que a estas alturas lo que menos tiene es aire, si no, humedad (ya lo dije, bueno, es que es bastante, por lo tanto, merece ser nombrada varias veces).
Entre todo este entuerto surfista, llegó a mí una necesidad humana, lectora, idealista, humorística (hasta, y cuando digo humorística me refiero a casi irónica, inocente, ilusa, ilusa de ilusión casi burda, claro), de satisfacción personal. En un pasado hubiera elegido la misma misión, buscar a algún puto autor en alguna puta ciudad, de algún puto suburbio, de alguna puta editorial (que no conocía, claro), buscarlo y buscarlo hasta encontrar algo, correr, y recorrer lugares en donde hubiera sido más fácil la apremiante muerte ante cualquier opción de saciar mi capricho literario.
Me hago camino por la avenida, avenida con el nombre de aquel, de aquel país, aplano todas las esquinas y sus calles inundadas de turistas, turistas y locales con poca ropa, casi desnudos, como si no tuvieran nada que ofrecer, más que su cuerpo, sus pieles. Una que otra corporalidad que provocadora está ante la poca lucidez de un visitante promedio, del sur del mundo, solo un par de países de distancia, sin embargo, a pesar de estar tan cerca, estamos muy lejos. Mi misión se dio por perdida, ya que no busqué, ni desarrollé un plan de búsqueda, y mi futuro se resumió en contemplar la diferencia entre nosotros – allá y ellos – acá.
Ya llevo dos días buscando, nuevamente sin un plan, a lo que venga, lo que esta ciudad tenga preparado para mí, llego a una tiendita donde venden libros, algo así como una feria, logro dar una panorámica general, y nada muy interesante, pero antes de llegar a mi orgasmo literario necesito saber cuál es el valor de los libros a este costado del atlántico.
Hoy fue un gran día, diseñé un plan, y el primer lugar seleccionado se trató de una librería que se encontraba en una especie de mercado, en donde se supone vendían artesanías, pero no, las artesanías hoy, en el mundo, cada vez se están convirtiendo en monos chinos (no es por desmerecer), cosas plásticas y pretenciosas que lo que menos tienen es huellas de algún artesano fiel a su ideología y movimiento, que solo, pero solo, te desea paz y buenas intenciones para tu futuro cósmico energético, alguien (no recuerdo quién) dice que nadie, pero nadie más en esta vida te va a desear más suerte que el hippie que te vendió una pulsera en la playa.
Paseo interminable por la caminata incansable de un aventurero literario que busca al son de una Bossa Nova en sus pupilas auditivas y samba en las corneas, el destino de su próxima lectura, hasta que, en un mapa de aquellos modernos, de los aparatos rectangulares, aquellos que son la última cosa que vemos (casi todos) al dormir y la primera al despertar, me dijo que a unas seis cuadras y media había una librería, no me decía si podía encontrar aquel anhelado (a estas alturas) tesoro. Llego, hablo en un español fuerte y claro, sin exagerar para no sonar un neurótico que ve a aquellas personas como unos viles indios (como aquel poeta que habla por su boca muerta), ella me entiende muy bien, aunque no conoce al poeta que me refiero, por lo que lo googlea, me parece una falta de respeto no conocer a Mario de Andrade. Ella no sabe de quien hablo, por lo que después de haber encontrado los primeros resultados en su pc, nada más me contestó que no quedaba nada de ese autor, que hace tiempo ya no tenían nada de él, le menciono que buscaré algo de Coelho (específicamente El Alquimista), ah, ahí sí que hay, tiene por lo menos seis libros que me los deja caer sobre mis brazos desnudos (tal como todos en la ciudad, pero yo solo me quedé con estos y las piernas, soy un poco más recatado a la hora de ser tan demostrativo sin existir un juego previo), luego de percatarme que su mirada se queda clavada en el estante, un libro había quedado a punto de estrellarse con el piso y finalmente cae, ella lo recoge, lo da vuelta, y sí, es Mario de Andrade: Paulicéia Desvariada, mencionándome que sí, sí quedaba uno de ese autor, que por favor la disculpara y que de inmediato revisaba el precio. No me percaté del preció y me lo llevé.
Leí toda la mañana en la playa, bajo una sombrilla y en una silla, mojado, producto de las saladas aguas de aquel mar calmo que baña aquella costa de aquel país tropical. Fue una lectura salvaje, deben haber sido unas ciento veinte páginas hasta que emprendí rumbo a almorzar, a estas alturas cualquier cosa. Me tendí en la pieza del hotel y después de unos minutos, caminé hacia la playa y me hundí, nadé al paralelo de la avenida costera – costanera para salir caminando rápido, casi corriendo, de hecho, de estar corriendo no hubiera existido casi ninguna diferencia. Fui hacia la librería nuevamente, tal como lo había hecho el día anterior, tenía el traje de baño húmedo y mis chalas hacían un ruido molestoso al caminar. En la librería hacía frío, mucho frío, afuera hacía calor, mucho calor. Le pregunto a la joven (le digo joven porque puede ser que hasta yo tenga más edad que ella, pero eso, eso no lo pude inferir, mis pensamientos intrusivos sobre encontrar algo de aquel poeta me hacen tener una intranquilidad mental que casi no me dejaba dormir por las noches) sobre la autobiografía de algún artista local (sí, esta vez busqué cualquier excusa para volver a esa librería, y cualquiera es cualquiera), ella me dice que no, que no tienen nada, doy media vuelta y leo en el estante: Mario de Andrade, era una autobiografía del autor, lo tomé y dije en mi mente: esta señorita al parecer no sabe lo que tiene en su librería. Dejé el libro sobre el mesón y le dije que lo llevaré, luego me fui a la sección de literatura nacional, recorrí de arriba abajo los estantes de aquella selección “única” de libros locales, realmente desconocía a la gran mayoría de autores presentes en ese roñoso mueble.
Me levanté porque sí, estaba en el piso tirado buscando hasta el último rincón, y nada, no había nada, frustrado me fui a pagar el único libro encontrado y recolectado en aquella pesca azarosa, pero antes de sacar mi billetera improvisada, ya que la original, que contenía mucho dinero (para mí, precisando que me dedico a la Literatura) con todos mis documentos y esperanzas de encontrar algo que me gustara sin ser frustrado por un par de billetes, logré divisar una sección de libros a menor precio, algo así como una oferta, pero en realidad (para ser más específico) eran libros que no se han vendido por años, y los deciden “rematar” a un precio muy accesible. Es un estante que gira, por lo que no tienes que moverte más que un sencillo movimiento de rotación a aquel aparato giratorio, clásicos, más clásicos, literatura especifica de aquel lugar, entre libro y libro doy una vuelta más, y ahí estaba Macunaíma de aquel poeta que estuve buscando muy lejos y sin percatarme, sin que nadie se percatara en esa ciudad que deja mucho que desear literariamente hablando.
Llevé los dos libros y me fui con una sonrisa que se vio levemente opacada por una lluvia que apagó mi cigarrillo, por lo que tuve que apurar el paso hacia el hotel y así tomar esos libros, olerlos, apreciarlos con una emocionalidad fuera de serie, como si realmente fue algo que había apreciado con mucha intensidad.
Días después fui a una papelería en la que vendían algunos libros de popularidad, algo así como libros poseros, encontré Uma Autobiografia de Rita Lee, dejando cualquier ahorro para querer llevar algún recuerdo hacia mi país, o hasta para traerle algo a mi compañera, lo compré.
Busqué sin intención de encontrar una autobiografía, la encontré, los días posteriores tuve que estar tomando mucho líquido y una que otra pichicata para el resfrío fulminante que arrasó con mis últimos dos días en el trópico, esos dos días estuve pensando en alguien y lo que haría con esa persona cuando volviera, solo quería amarrarla en un abrazo, y bueno, contarle aquellas experiencias. El vuelo de regreso escuché gran parte de la discografía de Rita Lee, dos o tres discos tal vez era suficiente, pero bueno, soy exagerado (tal vez), soy un poco apasionado, más bien romántico, un romántico empedernido, quien diga lo contrario, que se oponga, quien me considere un ridículo, eso, eso solo literatura.
Por Tomás Ragga
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