NI PERDÓN NI OLVIDO
- Sebastián Alvarado Fuentes
- 3 nov 2024
- 5 Min. de lectura
El niño tiene hambre.
El viejo está hastiado de su manera de existir, de no tener identidad, de haber protagonizado un personaje durante casi toda su vida.
Ambos son parte de una obra destinada a repetirse, a lograr que el tiempo se reduzca a una tautología absurda para rellenar la infinitud.
El niño consciente de su alrededor, de los detalles, del ambiente en el que está situado, observa cómo el viejo alimenta a las palomas con un trozo de pan carcomido.
Mira sus manos arrugadas, desgastadas, con las venas sobresalientes, tiritando, sacando migas de pan con movimientos lentos, con el tiempo cristalizado en esa carne desgastada. Sus ojos pequeños, su piel lastimada, su cabello raquítico, sus recuerdos acumulados, su culpa y su carencia de motivo para seguir existiendo; todo conforma una aureola, una fina aureola que, en cierto sentido, provoca ternura y ganas de no mirar al mismo tiempo.
El parque huele a cemento mojado. En sus jardines caen hojas amarillas mientras el frío se intensifica a medida que la tarde oscurece. La respiración se torna visible y la forma de los pájaros adquiere cierta relevancia fugaz, como si su contorno luchara por prevalecer en el firmamento, como si luchara contra el advenimiento de la noche.
Es la hora del atardecer que se puede confundir con el amanecer.
El niño no cree en nada. Todas las personas que ha conocido, que han osado creer en algo, también creen en el castigo, en que se les condenará. Creer es condenarse, piensa, creer es condenarse y no creer es vivir sin culpa.
Hay ciertas personas que acceden a temprana edad a la indiferencia voluntaria. Estas personas son las que pueden hacer cualquier cosa, las que pueden cambiar el mundo si lo desean. Sin embargo, en la mayoría de los casos, nunca hacen nada, pues ese mismo deseo iría en contra de su principal característica: no les importa esta realidad, y la mejor manera que tienen de demostrarlo es entregándose a ella, es no permitirle a la fugacidad inherente a todo lo que existe dañarlos, es el disfrutar, a través de las sensaciones casuales, el hecho de que nada permanece.
El viejo se levanta con cuidado y con dificultad avanza a pequeños pasos. El cansancio, cada vez más prematuro, se transmite a través de su respiración jadeante, de sus quejidos y su mandíbula averiada. Un recuerdo le molesta, existe un hecho que nunca lo abandona, una transgresión que se convirtió en una mancha que habita sus ojos y que impregna cualquier cosa que mire, cualquier cosa que haga.
El niño se acerca. El corazón infantil se acelera, el hambre tensiona sus límites, el temor disminuye y la excitación acumulada diluye las fronteras de la empatía. Los dos cuerpos, los dos extremos del ciclo vital humano están pronto a encontrarse.
El parque luce abandonado. Ahora se encienden los faroles de la calle y los pájaros se posan en las ramas, provocando la precipitación de gotas casi imperceptibles sobre las sombras ocasionales. El aroma de la hierba, el eco de las voces que se resiste a desaparecer, las bocinas y la soledad de los transeúntes, todo se combina conformando una dimensión nueva, carente de convenciones, ausente del mundo.
El niño se acerca al anciano y le ruega una cooperación.
—Abuelito, sea bueno, yo podría ser su nieto. A mí nadie me quiere. Usted alimenta a las palomas, déjeme ser su paloma, deme una monedita como si fuera una miga de pan, arrójemela, hágame feliz.
El viejo lo mira de pies a cabeza antes de revisar sus bolsillos. Algo lo impulsa a considerar la petición, quizá porque parece inofensivo, o quizá por la necesidad de distraerse de lo que no puede evitar recordar, de aprovechar cada oportunidad de sentirse limpio, redimido, por muy imposible que en realidad sea esto al interior de su corazón.
Hay un tipo de culpa que invalida cualquier posibilidad de redención. Y cuando alguien es invadido por ella, el único consuelo posible es creer, es entregarse a cualquier fe con total vehemencia, es pensar que nada en este mundo es relevante porque existe algo superior, que toda la materia está sucia, que hay que rechazar todo tipo de realidad concreta y que, mirando hacia arriba y diciendo palabras que representen la más dura sumisión, se puede vivir sin sentir tanto dolor, o al menos omitiéndolo, fingiendo ignorarlo. Ese alguien necesita la fe para soportar la vida, hasta que llegue la hora de que lo que hizo se difumine en la inconsciencia del tiempo, de que sea juzgado únicamente por la sinceridad de su arrepentimiento, aunque viva con la sensación subterránea de estar mintiéndose, de haber creado una segunda realidad, en donde podría nacer de nuevo, para poder soportar su existencia.
El anciano extrae con cuidado una billetera, y la revisa en busca de un billete. Quiere regalarle una suma inesperada solo para gratificarse con la cara de agradecimiento que colocará el infante. El niño divisa el dinero y se abalanza en su contra. Forcejean y el viejo termina en el piso. El niño lo golpea y se ríe.
El anciano inmóvil y adolorido observa desde el piso cómo el niño le quita el dinero, le da una última patada y corre; lo hace como los deportistas al comenzar una carrera, como para calentar su cuerpo, como si no estuviera escapando, pues nadie lo persigue.
La luz de un farol parpadea y las estrellas en el firmamento se tornan visibles al ojo humano. El viento mueve los árboles con fuerza y las hojas caen por montones. Un extraño silencio circunda el ambiente, el que solo es cortado a veces por el ulular de una ventisca o por los gritos de gatos en celo.
Gotas de lluvia débil comienzan a cortar el aire.
El anciano intenta moverse y solo logra arrastrarse unos centímetros. Le tiritan los dedos, se detiene, no puede más. Lo que le queda de fuerza la utiliza para sostener una cruz que le cuelga del cuello. Intenta rezar, pero no puede, algo lo interrumpe, un recuerdo le molesta. Lo que siempre intentó ocultar de sí mismo sigue ahí, más fuerte que nunca, succionando lo que le queda de vida, impidiéndole luchar, precipitándolo a la verdad que nunca quiso aceptar, a ese pensamiento que intentó durante décadas silenciar rezando: no merezco el perdón.
Por Sebastián Alvarado Fuentes
---
Sebastián Alvarado Fuentes (Santiago de Chile, 1989). Licenciado en Lingüística y Literatura de la Universidad de Chile y Profesor de Lenguaje y Comunicación de la Universidad Católica (Premio Facultad de Educación UC 2020). Magíster en Letras con mención en Literatura de la misma casa de estudios. Autor de la novela El punto de no retorno (Editorial Camino, 2021) y del plaquette de poesía Necrovida (PorlasMías Ediciones, 2021). Entre otras cosas, ganó el primer lugar en Poesía del VII Concurso Literario del Cementerio Metropolitano (2022) y el primer lugar en el VI Concurso de Cuento Corto de Vitacura (2022).
Comentários