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Saturno

  • Maximiliano C. Jarmett
  • 30 may
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 30 may


Como un perro soviético moscovita, dócil y callejero que los altos mandos sentencian a muerte por tratar de registrar los errores de la ciencia, cuyo único castigo en esta vida es sentirse solo en calles repletas de basura congelada, quedé yo entre los cielos oscuros del universo, despidiendo apresurado, tantas vidas pasadas, tantos momentos felices donde el ocultismo jamás podría haber siquiera presagiado esta conclusión injusta y ostracista que hoy cargo entre los hombros. ¿Acaso no bastaba ya mi martirio con las ideas puñeteras que promovían mi término voluntario, haciendo de mí un apátrida en estos pequeños continentes? Si tuviera la respuesta, aunque nadie pudiese escucharla más que yo, juro que la compartiría, pero no, no entiendo.


Por tu llamado dejé atrás mi esencia hace días o semanas, no sé. La noción del tiempo ya la perdí (otra renuncia más por aceptar calladito), y con ello también mi perspectiva física. Los puños de mis manos, que Ares con tanta violencia trató de formar terminaron en apenas una idea, un arrebato espiritual que a duras penas podría siquiera equiparar la fuerza de su verdadera descendencia: el deseo de poder de Rómulo, la osadía de Flegias. Supongo que de ahí (y siendo yo hombre pusilánime) no hubo más opción que hacer de mis extremos una gangrena rojiza como las tierras marcianas, y afrontar con el torso descubierto los innumerables asteroides que el trayecto me tenía preparado.


Del festín que mi persona daría tu banquete degustaron primeramente las rocas flotantes, llevándose un poco del hidrógeno y oxígeno que gestaron mis sollozos, del carbono y el nitrógeno que pobló tierras enteras en mis células, del calcio y el fósforo que le dio forma concisa a la química que hoy tú despechas. La valía y su respuesta ante situaciones extremas eran parte de un protocolo que había quedado prácticamente carente de utilidad, pues tú, Saturno, que siempre destacaste la importancia de las leyes y su orden respectivo, habías notado en el vacío del Derecho una oportunidad, un camino seguro de las escrituras que tus iguales nos habían regalado. ¿Por qué actuaste cual ignaro con el temor por delante? Quizás tenías claro que tarde o temprano tendría que cruzarme con la única entidad que no pudiste amenazar. Al fin y al cabo, era la única manera de llegar a ti, otro camino no había.

Lo que Ares me quitó, Zeus supo retribuir. Y el poder de sus rayos, la experiencia de su vórtice rojo concentrado estimuló en mí un destello que pronto serviría de ensayo para el afrontamiento epilogar. Ambos sabíamos que de lejos y tras los anillos mirabas zozobroso, como un felino a la espera de cazar una presa que sacie sus instintos evolutivos. No nos importaba.


Probablemente (y pese a tu teatro) mucho menos a ti. Tú, Cronos, eras dueño del paso del tiempo, sabías bien que aquello que inicia debe terminar. En el espacio las pausas no existen, no así la espera, la paciencia. Esa hora que daba rienda suelta a tu deseo ya estaba aquí, colocándome a la fuerza frente a tus dominios primigenios, helados y gaseosos.


Debe haber sido día de fiestas saturnales en la tierra de Roma, porque ya no había duda de que los sacrificios estaban de tu lado. Los oídos daban retumbe a mi organismo, y en la repetición de cada «¡Io, Saturnalia! ¡Io, Saturnalia!» sentía bajar por mis poros un hilo de sangre metálica, como el esperma de las velas que iluminaba lejos tu templo.

Te veías más fuerte que nunca, y el sistema de aros congelados que te cubría no hacía más que dar reflejo a tu perfil imponente.


—    Aquí me tienes —dije con una valentía calumniada, que ocultase el temor del fin inminente que la vida me había dispuesto— Si soy tu hijo o no, solo Rea puede saberlo. Por comentarios populares y la advertencia de Juno es que supongo que pediste mi figura, a fin de mantener el estatus, «siempre el estatus». Pues aquí estoy, no hace falta más incertidumbre. ¡Actúa de una vez!


Y entonces el silencio cubrió el entorno. Pandora y Prometeo se paseaban por ahí, forzados y expectantes de tu respuesta, olvidando por un par de segundos el trabajo de pastoreo. De la atmósfera nació una tormenta y del hexágono cayó una guadaña maltraída, soporte de eones y eones de antigüedad.

Definitivamente te estabas preparando para repetir la historia una vez más.


—    ¿Acaso no es obvio mi objetivo? Solo quién es digno del poder puede determinar la escritura de las leyes y el estado común de las cosas. Solo aquel que puede apreciar en el caos el inicio de una transmutación dominará el juicio de la alquimia. Y por último, solo aquel que derrota sin dolor a la amenaza es quien ratifica su valía. ¡Io, Saturnalia hijo mío! ¡Io, Saturnalia!


Encarnando a un igual formaste de tu imagen un señor anciano de espalda curva, y con una fuerza incongruente a la edad representada es que tomaste los extremos de mi cuerpo y los acercaste a tu boca desierta. Los dientes opacos hicieron el trabajo, y por mi pecho carne expuesta se fueron mis últimas esperanzas de alterar las fuerzas del destino. A mi vida se le habían restado almas enteras, pero al menos el universo había recobrado su previsto devenir.


Por Maximiliano C. Jarmett


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Maximiliano C. Jarmett (Santiago de Chile, 1998) es Licenciado en Gestión de Información, Bibliotecología y Archivística de la Universidad Alberto Hurtado. Escribe en sus tiempos libres, además de editar y dirigir la Revista Jauja (2810-7136) del Colectivo Letra Suelta. Todavía no publica ningún libro, aunque ya tiene bastantes guardados por ahí.




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